Cuando nací, España ya llevaba 7 años formando parte de la Unión Europea. Para nosotros, aquellos que aún no llegamos a la treintena, crecer en España era crecer formando parte de Europa. Más allá de las puntuales rivalidades, nos inculcaron que pertenecer a Europa era fomentar la convivencia, sustentar nuestra economía y, en resumen, sentirse parte de algo que se extendía mucho más allá de los Pirineos. Éramos como hermanos de diferentes culturas.
Sonaba bien. Gracias a ello, pude viajar sin pasaporte, sin restricciones, sin miedo, por múltiples países. Gracias a ello, pude vivir en Holanda, donde los estudiantes y habitantes locales nos recibieron con los brazos abiertos. Gracias a ello, de hecho, pude estudiar en el Centro Médico Universitario de Leiden, donde aprendí -entre otras materias- el diagnóstico y tratamiento de enfermedades infecciosas.
Y ahora, cuando la pandemia se propaga y acecha a los que aún no la sufren, cada uno se cura sus heridas. La Unión Europea reacciona tarde y, cuando lo hace, norte y sur marcan sus diferencias. España e Italia miran hacia arriba en busca de ayuda, Alemania y Holanda giran sus cabezas. En vez de seguir saludándonos con el codo, nos atacamos a codazos. Qué ironía pensar que fue en Holanda donde aprendí que, para evitar la infección de todo el organismo, las defensas tenían que actuar de forma conjunta en zonas puntuales.
No sé qué dirán a los niños que nazcan ahora, pero parece que formamos parte de un nuevo Estado: la des-Unión Europea.
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